El siglo XXI empezó oficialmente en el año 2020. Aquellos que sigan las nociones lineales del calendario están equivocados: a la Historia no le interesan las fechas ni los años; ella se escribe y divide en procesos y tendencias que nunca están en control de una civilización, mucho menos de una sociedad y muchísimo menos de insignificantes grupos con delirios mesiánicos. La Historia es una fuerza que va a una velocidad sobrehumana y que no deja más que polvos fósiles que los historiadores tienen que recolectar para darle algún tipo de forma lógica. Como si no fuese ya mucha dificultad para nosotros esta naturaleza, encima tenemos que sumarle que la velocidad de la Historia es directamente proporcional a la velocidad en la que como humanidad logremos hacer circular la información de un lado a otro; entonces podemos afirmar que la Historia se acelera cada vez más siglo a siglo, década a década, debido a como logramos hacer avanzar las tecnologías de difusión y creación de información. ¿A que se debe esta rareza? simplemente a que mientras más producimos y más consumimos (información), más intervenimos sobre la realidad humana de forma material o simbólica, y mientras más humanos se suman a esta dinámica, más producción y más consumo; y así de forma exponencial hasta llegar a cuellos de botella de lo más retorcidos y complejos que modifican la realidad y por lo tanto la Historia. Y a eso estamos yendo a una velocidad infartarte.
Como autor, leo el párrafo de arriba (que todavía tiene tinta digital fresca y recién escrita)y me da escalofríos los niveles de abstracción necesarios para poder llevar adelante el intento de entender la época actual. Parece ser que, si uno se adentra en esa selva, no puede remitir a cosas concretas, a cosas que se tocan y huelen, sino que tiene que entrar en una especie de universo donde no se puede remitir a palabras, sino a metáforas y combinaciones que terminan pareciendo salidas de un cuento ciberpunk. Pero no es ciberpunk ni es una experimentación literaria posmoderna y mal hecha, sino este mundo que compartimos en este momento. Quedan dos opciones: o nos esforzamos muy fuerte para bajar a tierra y cortar toda esa maleza que no nos deja ver ni entender nada; recortar hasta llegar a enunciados que remitan a algo entendible y muy concreto, o la peor de todas y la que se suele usar: suspiramos, resoplamos, nos quejamos de que la realidad es decadente y esquizofrénica, y nos conformamos con seguir reproduciendo todas las instituciones y prácticas que todavía le dan algo de forma a nuestro día a día.
Ahora, ese resoplar y seguir algún día se vuelve insostenible. Cada vez se necesitan más inhalaciones y exhalaciones para mantener la mente en eje, se acumulan hasta que se vuelven hiperventilación y terminan en los famosos y cada vez más comunes ataques de ansiedad. Más que una mera anécdota, la pandemia de ataques de ansiedad es el síntoma definitivo de que llega un momento en el que la civilización occidental (y el mundo globalizado a la forma occidental) ya no puede seguir adelante como si nada y empieza lentamente a soltarle la mano a esos consensos mínimos que le dan estructura a cierta forma de sociabilizar. Parece ser que ese momento llegó con el cisne negro de 2020, con la pandemia, y desde entonces, siendo hoy septiembre de 2025, estamos en una espiral de desintegración de un orden anterior, que supo ser muy frágil y corto: El que el sociólogo Francis Fukuyama atinó llamar FIN DE LA HISTORIA.
EL FIN DE LA HISTORIA: Suele ser un mote que se repite muchas veces de forma indiscriminada, pero tiene un trasfondo muy complejo. Es un concepto que engloba perfectamente el momento histórico que se dio en el mundo recientemente globalizado y occidentalizado de la década de los noventa. Abarca los años 1991 y 2020. Se da luego del debilitamiento definitivo y posterior caída de la Unión Soviética y culmina con la poderosa irrupción de la pandemia de COVID19. Los fundamentos que ordenan el mundo humano en este corto lapso de años fue toda una serie de nociones y consensos que se fueron desarrollando en occidente durante todo el siglo xx. Socialmente y culturalmente, se sostiene en un largo proceso que tiene su màxima expresión y ebullición en el Mayo Francés de 1968, con todo lo que ese acontecimiento implicó. En matería económica y política, se basa en el consenso de washington; un programa integral que tiene todas las coordenadas para instalar un orden económico neoliberal (con las profundas implicancias de ese concepto) y un orden político basado en una democracia representativa de alternancia. Finalmente, en materia sociológica y vagamente filosófica, lo que le dota de sentido al proceso es el llamado posmodernismo, que afirma que no hay ningun tipo de idea que tenga la potestad de poder sobreponerse a otra, por lo tanto, no hay legitimidad en ninguna imposición, sea ideal o material. Eso en la práctica genera una especie de ibuprofeno para los conflictos y da vía libre a que todo pueda ser válido, no del todo, pero sí por lo menos lo suficientemente aceptado para que no se vuelva un deshecho que poco a poco vaya erosionando la legitimidad del orden. Por ejemplo: Antes de la conformación de este orden, supo haber en Estados Unidos un grupo llamado Panteras negras: marxistas-leninistas negros que se armaron para luchar en contra de los abusos de autoridad policiales, y que, con el correr de los años se volvieron un problema de seguridad para el país norteamericano. Ese movimiento surge no tanto por la ideología o por una especie de emancipación, sino que tiene su origen en una exclusión de todas las esferas de la existencia a un grupo determinado. Cuando un grupo es totalmente dejado afuera y tomado como inexistente, las consecuencias son radicales. Pero el posmodernismo resultó ser el antídoto perfecto a este problema: todas las existencias son simbólicamente válidas y pueden simbólicamente existir y darse entidad a sí mismas. En la práctica, da la sensación de inclusión y de que se puede ir mitigando cualquier tipo de otredad a lo largo del tiempo. Pero, como ya sabemos, la historia nunca se va a detener y en el medio va dejando siempre polvos, por lo que la utopía del posmodernismo es no más que una ilusión que solamente es útil para planchar el conflicto por un tiempo determinado.
Estas tres bases trabajan, se coordinan y se retroalimentan para que el Fin de la Historia se desenvuelva a lo largo de todo el mundo recientemente globalizado. Son las tres patas que sostuvieron esa mesa durante estos últimos 30 años, en un perfecto contrapeso simétrico que logra que todo se mantenga en eje, estable. Ahora, las tres patas tienen un único fin supremo, el fin último del orden y al mismo tiempo aquello que lo hace viable y posible: la estandarización. Detrás de la idea de "fin de la historia" lo que hay es un afán por crear un mundo con insumos lo más predecibles posible, y por lo tanto, lo más fáciles de manejar posibles. Es así como el consenso de Washington tiene como objetivo final exportar a todos los países del planeta una fórmula económica y un programa político estandarizados, tal cual la producción de una fábrica. Vemos todo el tiempo cómo las instituciones planetarias como el FMI o el Banco mundial se dedican principalmente a vigilar la pureza de la receta, de ver que todos los países sigan la fórmula a rajatabla, que cualquier desviación que haya, sea corregida inmediatamente, que la producción fabril de este programa no tenga ningún tipo de falla de serie. Argentina es el ejemplo paradigmático de un país que se resiste a acatar esta fórmula económica estandarizada, siendo continuamente "domesticado" a la fuerza. La cultura también se estandariza porque es continuamente sometida a los procesos inherentes al consumismo incentivado por el programa económico neoliberal, y por último y más importante, los individuos mismos se estandarizan en tanto y cuánto se autoperciban individuos (eje cultural), ciudadanos (eje político) y consumidores (eje económico), en ese orden. Todo entonces está bajo control, todos los comportamientos pueden ser predecibles, toda amenaza se desactiva antes de empezar; ya no hay margen, ya no hay verdadero afuera, ni verdadera alternatividad hacia el orden. Ya no hay desierto al que ir a desertar del estado de cosas. Una lógica que parece plagiada de aquella que aplicaron los señores cuando empezaron a pensar en los enclousures británicos: un territorio que antes funcionaba de una forma, y que se cerca, se apropia, y comienza a funcionar de una forma totalmente distinta a la anterior. Una forma más controlada, más formulada. Cada vez la lógica del enclousure toma más y más territorios, y la idea-fuerza es que, a grandes rasgos, todo el universo conocido funcione bajo el mismo orden; que este se imponga cual ley natural, no dejando territorio virgen de contenido alternativo. El detalle increíble (incluso de una belleza simétrica y perversa) es cómo los tres ejes están constituidos de forma tal que, si uno falla, el otro sale a asistirlo para que el equilibrio no se rompa, para que el cercamiento se mantenga, para que la estandarización se concrete. Imaginemos a un insumo que nace en el año 1992, por poner un ejemplo. Si quiere rechazar fervientemente el orden económico neoliberal, se va a ver obligado a correrse del mercado en términos capitalistas. ¿Qué le quedaría como alternativa? ¿volver al auto cultivo y a proveerse de sus propios objetos? ¿junto a qué tejido social o grupo humano podría hacerlo? nadie puede solo. Sigamos la abstracción y hagamos de cuenta que logra este cometido. Este individuo imaginario salta, con muchísimo esfuerzo de su parte, el cerco económico. Ahora él y su grupo humano tiene que consolidar un territorio en el cuál desarrollar su embrionario orden alternativo. ¿Qué territorio está fuera de ley actualmente? ¡Si prácticamente todo el territorio conocido tiene la forma de estado-nación! Solamente podemos llegar a pensar en algunos territorios africanos en los que los fundamentos están tan difusos que hay una virtual anarquía, pero están fuera de occidente por el momento, por lo que son incompatibles. Conformémonos entonces con mucho menos, bajemos las pretensiones y pensemos quizá en algún territorio inóspito en las afueras de alguna provincia olvidada por dios (y el estado) en la cual poder llegar a conformar algún orden particular a muy baja escala; una aldea, una comuna, o algo así. ¿Va a poder ese grupo deshacerse desde un primer momento de aquellas nociones liberales y posmodernas que pareciera tenemos incrustadas en nuestro ADN? ¿van a poder dejar de pensarse como individuos con criterio propio, gustos propios y, a veces incluso, caprichos propios? ¿van a poder deshacerse de aquella fiebre hedonista contra la que todos combatimos día a día? ¿podrían ellos mutar hacia otro tipo de forma de existir? ¿o ya estaríamos metiendo a este pobre grupo en una pretensión, en una laboratorio perverso en el cuál los dejaríamos destruidos, sin nada y probablemente mucho más miserables de lo que estaban antes de dar el salto al vacío? La respuesta probable es un rotundo sí. Y encima en todo este hipotético ya abandonamos la gran escala, y estamos pensando en una escala minúscula de pocas personas. Si lo pensamos con un crudo pragmatismo, es una estupidez y pareciera ser que la única forma de salir parcialmente del orden es a través de la creación de sectas que operen en territorios olvidados, como el paradigmático ejemplo de Jonestown.
En todo caso, el orden del fin de la Historia tiene muy bien pensados sus principios de reproducción (ver Luis Althusser y Antonio Gramsci) y eso le da una sensación de perpetuidad y de indestructibilidad que supo aplastar y rendir a sus pies a una cantidad ingente de personas (Ver el trágico caso de Nick Land, tratado en esta misma serie de ensayos)
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